viernes, 12 de enero de 2018

París la nuit

La leve llovizna de la noche salpica la pantalla de mi móvil. El sonido de mis pisadas sobre el barro insinúa que sería mejor prestar atención al camino y no a la pantalla del móvil. Percibo que me he quedado solo entre los árboles bajo la tenue luz de las farolas y el resplandor de la Torre Eiffel. Ésta luce preciosa bajo un cielo rojizo y en mitad de un laberinto de ramas. Un ligero escalofrío invade de repente mi cuerpo. Me giro y hago una fotografía más. Me estoy quedando sin batería.

El famoso monumento luce tan bonito que ha consiguido que me olvide de mi resfriado y de las pocas ganas que tenía de salir del hotel y de montarme en un tren. Prosigo mi paseo por el Campo de Marte absorto en mis pensamientos. Alzo la vista y de repente vislumbro en el horizonte cuatro siluetas portando lo que parecen ser ¿unos rifles?

El ligero escalofrío inicial se transforma en un tembleque corporal completo. Mis antenas sensoriales están que echan humo y Dora -mi neurona selectiva- no da abasto analizando las alternativas escapatorias: o doy media vuelta y salgo corriendo, o escapo en zigzag por un lateral camuflándome entre los árboles. Aborto ambas opciones y asumo que realmente no tengo escapatoria. Dora me manda un burofax: "que sea lo que Dioniso quiera".

Sigo andando hacia adelante con paso trémulo, eso sí, disimulando con mucha dignidad mi creciente estado de alarma. Ya no me preocupan ni los charcos, ni la batería, ni la pantalla goteada del móvil. Las siluetas se aproximan y mis pupilas se dilatan en un intento desesperado por distinguir sus caras. El mundo se ha vuelto tan loco que Dora, ya de por sí dramaturga de pro, no puede dejar de mandar mensajes encriptados tipo "hasta aquí hemos llegado".

Pero la dilatación pupilar parece que surge efecto y consigo descifrar en la parte superior de las siluetas unas bonitas -por decir algo- boinas militares. Las siluetas dejan de serlo y se convierten en militares franceses patrullando el perímetro de uno de los monumentos más visitados del mundo (trescientos millones de visitantes desde su apertura al público en 1889). Los militares uniformados avanzan con paso marcial firme y cuando nos cruzamos, dos por mi izquierda y dos por mi derecha, observo con el rabillo izquierdo de mis ojos verde-pardo-marrones que uno de ellos hace ademán de mover el rifle. El tiempo parece detenerse y mi corazón se encoge en un puño.

Voy dejando atrás a los soldados y doy por concluida mi tragicomedia. Finalmente -qué largo se me ha hecho el último minuto- desemboco en una calle llena de coches y vendedores ambulantes con réplicas en miniatura de la Torre Eiffel. Qué alegría, qué alboroto, como si me hubiera tocado un perrito piloto. A punto estoy de comprar una réplica y todo, pero no.

Entro en un café y pido una pizza y un Bordeaux para ahogar el susto. El móvil resucita también al calor del bar y me regala una preciosa instantánea.

Un gran día en el trabajo, un gran susto y un gran final: París la nuit.

La vida resumida en un pensamiento.




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